martes, 24 de noviembre de 2009

Un llamado a la pureza

martes, 24 de noviembre de 2009 0
Del libro "Un llamado a la pureza" del pastor Johann Christoph Arnold


Capitulo 1
A imagen de Dios
Entonces dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como
semejanza nuestra; y manden en los peces del mar, en las aves de los cielos,
en las bestias, en todas las alimañas terrestres y en todas las sierpes que
serpean por la tierra. Y creó Dios al ser humano a su imagen, a imagen de
Dios lo creó; macho y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y díjoles: Sed
fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra, y sometedla.
Génesis 1.26-28
En el primer capítulo de la historia de la creación, leemos que Dios
creó a la humanidad – tanto varón como hembra – a su propia imagen, y que Él los bendijo y les mandó que fueran fructíferos y que cuidaran la tierra. Desde un principio, Dios se muestra como el Creador que «vio todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera». Aquí, al principio de la Biblia, Dios nos revela su corazón.
Aquí descubrimos el plan de Dios para nuestras vidas.
Muchos, si no la mayoría, de los cristianos del siglo veinte desechan
la historia de la creación, considerándola un mito. Otros insisten que
sólo es válida la interpretación más estricta y más literal de Génesis.
Yo simplemente tengo reverencia por la palabra de la Biblia tal como
es. Por una parte, no consideraría desechar con argumentos ninguna
parte de las Sagradas Escrituras. Por otra parte, creo que los científicos
tienen razón al advertirnos que la Biblia no se debe tomar demasiado literalmente. Según dice San Pedro: «Para con el Señor un día es como
mil años, y mil años como un día» (2 Pedro 3.8).
La imagen de Dios nos hace seres singulares
La manera exacta en que fueron creados los seres humanos seguirá siendo
un misterio que sólo el Creador puede revelar. Sin embargo, estoy
seguro de una cosa: ninguna persona puede encontrar significado ni
propósito sin Dios. En vez de desechar la historia de la creación simplemente
porque no la entendemos, debemos encontrar su verdadero significado profundo y volver a descubrir su pertinencia para nosotros hoy.
En nuestra época degenerada, casi se ha perdido completamente la
reverencia para el plan de Dios según se describe en el libro de Génesis.
No apreciamos lo suficiente el significado de la creación: la importancia
tanto del hombre como de la mujer como criaturas formadas a la
imagen y semejanza de Dios. Esta semejanza nos distingue de manera
especial del resto de la creación y hace que toda vida humana sea sagrada
(cf. Génesis 9.6). Ver la vida desde cualquier otro punto de vista, por
ejemplo, es considerar a los demás solamente en base a su utilidad, y no
como Dios los ve; significa ignorar su valor y dignidad innata.
¿Qué significa la creación «a imagen de Dios»? Significa que debemos
ser una ilustración viviente de la persona de Dios. Significa que somos
colaboradores que comparten su obra de crear y alimentar la vida.
Significa que pertenecemos a Dios, y que nuestro ser, nuestra misma
existencia, siempre debe mantenerse relacionado con Él y estar bajo su
autoridad. En el momento en que nos separemos de Dios, perdemos de
vista nuestro propósito aquí en esta tierra.
En Génesis leemos que tenemos el espíritu viviente de Dios: «Entonces
Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su
nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente» (Génesis 2.7). Al darnos su espíritu, Dios nos convirtió en seres responsables que tienen
la libertad de pensar y actuar, y de hacerlo con amor.
Sin embargo, aun si poseemos un espíritu viviente, seguimos siendo
sólo imágenes del Creador. Y si consideramos la creación desde un punto
de vista enfocado en Dios, y no en los seres humanos, entenderemos
nuestro verdadero lugar en su orden divino de la vida. La persona que
niega que tiene su origen en Dios, que niega que Dios es una realidad
viviente en su vida, pronto se perderá en un vacío terrible. Por fin, se
encontrará atrapada en una autoidolatría que trae consigo el desprecio
propio y un desprecio hacia el valor de los demás.
Todos anhelamos lo imperecedero
¿Qué seríamos si Dios no hubiera soplado en nosotros su aliento de
vida? Toda la teoría de evolución de Darwin, fuera de contexto, es peligrosa
e inútil porque no está enfocada en Dios. Algo dentro de cada uno de nosotros se rebela contra la idea de que hemos sido producidos por un universo sin ningún propósito. Dentro de lo más profundo del espíritu humano existe la sed de conocer lo que es perdurable e imperecedero.
Ya que somos creados a la imagen de Dios, y Dios es eterno, no podemos,
al final de la vida, desvanecernos simplemente como el humo.
Nuestra vida está arraigada en la eternidad. Christoph Blumhardt2 escribe:
«Nuestras vidas llevan la marca de la eternidad, del Dios eterno que nos creó para ser su imagen. Él no quiere que nos inundemos en lo transitorio, sino que nos llama a sí mismo, a lo que es eterno».
Dios ha colocado la eternidad en nuestros corazones, y en lo más
profundo de cada uno de nosotros existe un anhelo por la eternidad. Si
negamos esto y vivimos sólo por el presente, todo lo que nos sucede en
la vida quedará cubierto de conjeturas tormentosas, y seguiremos profundamente
insatisfechos. Ninguna persona, ningún arreglo humano, jamás puede llenar el anhelo de nuestras almas.
La voz de la eternidad habla más claramente en nuestra conciencia.
Por eso la conciencia es, quizás, el elemento más profundo dentro de
nosotros. Nos advierte, despierta y dirige en la tarea que nos ha dado
Dios (cf. Romanos 2.14-16). Y cada vez que se hiere el alma, nuestra
conciencia nos acusa con vehemencia. Si le hacemos caso a nuestra
conciencia, nos puede guiar. Sin embargo, cuando estamos separados
de Dios, nuestra conciencia titubeará y se descarriará. Esto le sucede no
sólo a una persona, sino también a un matrimonio.
Desde ya en el capítulo 2 de Génesis, leemos acerca de la importancia
del matrimonio. Cuando Dios creó a Adán, dijo que todo lo que
había hecho era bueno. Luego creó a la mujer para ser una ayuda y
colaboradora del hombre, porque vio que no era bueno que el hombre
estuviera solo. Este es un misterio profundo: el hombre y la mujer – lo
masculino y lo femenino – deben estar juntos para formar un cuadro
completo de la naturaleza de Dios y ambos se pueden encontrar en Él.
Juntos llegan a ser lo que ninguno de ellos podría ser solo y separado.
Todo lo que Dios ha creado nos ayuda a entender su naturaleza:
las montañas majestuosas, los océanos inmensos, los ríos y las grandes
expansiones de agua; las tormentas, los truenos y relámpagos, los
grandes témpanos de hielo flotante, los campos, las flores, los árboles
y helechos. Hay poder, aspereza y hombría, pero también hay ternura,
calor materno y sensibilidad. Y así como las diferentes formas de vida
en la naturaleza no existen aisladas unas de otras, así también los hijos
de Dios, varón y hembra, no existen a solas. Son diferentes, mas los dos
fueron creados a la imagen de Dios y se necesitan el uno al otro para
realizar sus verdaderos destinos.
Cu ando se desfigura la imagen de Dios, las relaciones personales de la vida pierden su propósito
Es trágico que en muchos aspectos de la sociedad actual, las diferencias entre el hombre y la mujer han quedado borrosas y distorsionadas. La imagen pura y natural de Dios se está destruyendo. Se habla interminablemente de la igualdad entre el hombre y la mujer, pero en realidad, las mujeres son maltratadas y explotadas ahora más que nunca. En el cine, en la televisión, en revistas y en carteleras, la mujer ideal (y, cada vez más, el hombre ideal) se muestra como un simple objeto sexual.
Ya no son sagrados los matrimonios de nuestra sociedad. Cada vez
más se consideran como experimentos o como contratos entre dos personas
que miden todo en base a sus propios intereses. Y cuando fracasan
los matrimonios, siempre existe la alternativa de un «divorcio sin
culpa», y después se intenta otro matrimonio con una nueva pareja.
Muchas personas ya ni siquiera se molestan en hacer promesas de fidelidad;
simplemente viven juntos. Se desprecia a las mujeres que dan a
luz y se dedican a sus hijos o que siguen casadas con un solo hombre.
Y aun cuando su matrimonio es saludable, a menudo se ve a la mujer
como víctima de la opresión y se supone que necesita ser «rescatada»
del dominio de su esposo.
Tampoco se aprecia a los hijos como algo de valor. En el libro de
Génesis, Dios mandó: «Fructificad y multiplicaos.» Hoy evitamos la
«carga» de los hijos no deseados por medio del aborto legal. Los niños
son una molestia; cuesta demasiado traerlos al mundo, criarlos, y darles
una educación universitaria. Representan una carga económica para
nuestras vidas materialistas. Tampoco disponemos del tiempo necesario
para amarlos de verdad.
No nos debe sorprender, entonces, que tantas personas de nuestros
tiempos hayan perdido la esperanza. Que también hayan perdido la
ilusión de encontrar un amor perdurable. La vida ha perdido su valor;
se ha convertido en algo barato; las personas ya no la consideran como
un regalo de Dios. Sin embargo, la verdad es que, sin Dios, la vida es
como la muerte, y sólo quedan tinieblas y la herida profunda de vivir
separados de Él.
A pesar de los esfuerzos y dedicación de muchas personas, la iglesia
actual ha fracasado rotundamente en lo que se refiere a resolver este
problema. Por eso, con mayor razón cada uno de nosotros debe regresar
al principio y preguntarse de nuevo: «En primer lugar, ¿por qué creó
Dios al hombre y a la mujer?» Dios ha creado a todas las personas a su
imagen, y ha establecido una tarea específica para cada hombre, mujer
y niño en esta tierra, una tarea que Él espera que realicemos. Nadie
puede hacer caso omiso del propósito de Dios para su creación ni para
sí mismo sin sufrir un gran vacío interior (cf. Salmo 7.14- 16).
El materialismo de nuestros tiempos le ha restado a la vida su propósito
moral y espiritual. Impide que veamos el mundo con admiración
y con una sensación de maravilla; impide también que veamos nuestra
verdadera tarea. La enfermedad de espíritu y alma que ha surgido como
resultado de convertirnos en consumidores obsesionados, ha corroído
nuestra conciencia de tal manera que ya no es posible reflejar claramente
el bien y el mal. Sin embargo, todavía existe una necesidad muy
profunda en cada uno de nosotros que nos hace anhelar lo bueno.
Encontraremos la sanación sólo si creemos firmemente que Dios nos
creó y que Él es el dador de la vida, el amor, y la misericordia. Según
leemos en el tercer capítulo del Evangelio de San Juan; «Porque de tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que
todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque
no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para
que el mundo sea salvo por Él».
En el hijo de Dios, en Jesús, aparece la imagen de Dios con la mayor
claridad y acabamiento (cf. Colosenses 1.15). Como la imagen perfecta
de Dios, y como el único camino al Padre, Él nos trae vida y unidad,
felicidad y realización. Sólo podemos experimentar su amor y bondad
cuando vivimos nuestra vida en Él, y sólo en Él podemos encontrar nuestro verdadero destino. Este destino es ser la imagen de Dios; es tener dominio sobre la tierra en su espíritu, que es el espíritu creativo del amor que nos imparte la vida.
 
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