viernes, 29 de enero de 2010

Capitulo 3

viernes, 29 de enero de 2010 0
Los dos serán una sola carne

Por eso, deja el hombre a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y se hacen una sola carne.

Génesis 2.24

El matrimonio es sagrado. En el Antiguo Testamento, los profetas lo utilizan para describir la relación de Dios con su pueblo de Israel: «Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia» (Oseas 2.19). Dios revela su amor hacia todas las personas de manera especial mediante el lazo singular entre marido y mujer.

El matrimonio significa más que vivir juntos y felices

En el Nuevo Testamento, se utiliza el matrimonio como un símbolo de la unidad de Cristo con su Iglesia. En el Evangelio de San Juan, Jesús se compara a un novio, y en el Apocalipsis leemos que «han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado» (Apocalipsis 19.7-9).

Fue significativo que Jesús haya convertido el agua en vino durante una boda; está claro que un matrimonio fue motivo de gran gozo para Él. Sin embargo, es igualmente claro que, para Jesús, el matrimonio es verdaderamente sagrado. Lo toma tan en serio que habla con vehemencia indiscutible contra el paso más mínimo que conduzca a su destrucción. «Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (S. Mateo 19.6-9).
Esta misma vehemencia de Jesús demuestra que el adulterio es algo espantoso a los ojos de Dios. Toda la Biblia protesta en contra de este engaño de la fe, desde los libros de los Profetas, donde se le llama adulterio a la adoración de ídolos de parte de los hijos de Israel (cf. Jeremías 13.25-27), hasta el Apocalipsis, donde leemos sobre la ira de Dios en contra de la ramera. Cuando se rompe el lazo del matrimonio, el amor – la unidad de espíritu y alma entre dos seres – se quebranta y se destroza, y no sólo entre el adúltero y su cónyuge, sino entre él mismo y Dios.
En nuestra cultura de hoy, la institución del matrimonio está tambaleando al borde del desastre. Mucho de lo que se llama amor es en realidad nada más que un deseo egoísta. Aun en el matrimonio, muchas parejas viven juntas de manera egoísta. Las personas se engañan al pensar que se puede encontrar una verdadera satisfacción sin sacrificio ni fidelidad, y aun si sólo viven juntos, tienen miedo de amarse incondicionalmente.

Sin embargo, entre millones de matrimonios turbulentos y arruinados, el amor de Dios permanece eterno y pide a gritos la constancia y la dedicación. Hay una voz en lo más profundo de cada uno de nosotros, aunque silenciada, que nos llama de nuevo a la fidelidad. De alguna manera, todos nosotros anhelamos estar unidos – con corazones libres y abiertos – a «alguien»; de manera íntima a algún otro ser. Y si buscamos a Dios, confiando que es posible lograr tal unión con otra persona, podemos encontrar la realización de nuestro anhelo.

La verdadera realización propia se obtiene dando amor a otra persona. Sin embargo el amor no sólo intenta dar; también anhela unir. Si yo realmente amo a otra persona, me interesará saber qué hay en ella y estaré dispuesto a desprenderme de mi egoísmo. Con amor y humildad,le ayudaré a llegar a la posibilidad de un despertar completo, primero hacia Dios, y luego hacia los demás. El amor verdadero nunca es posesivo.
Siempre lleva a la libertad de la fidelidad y a la pureza.

La fidelidad entre marido y mujer es un reflejo de la fidelidad eterna
de Dios, porque Dios es el que cimienta todos los lazos verdaderos. En
la fidelidad de Dios encontramos la fortaleza para permitir que el amor
fluya a través de nuestra vida, y dejar que nuestros dones se desenvuelvan
para el bien de los demás. Con el amor y la unidad de la Iglesia,
es posible lograr una unidad de espíritu con cada hermano y hermana,
y llegar a ser un solo corazón y una sola alma con ellos (cf. Hechos
4.32).

El amor sexual puede dar forma visible al amor de Dios

Hay una diferencia entre el amor de una pareja comprometida o casada
y el amor entre hermanos y hermanas. No hay ninguna otra situación
en que una persona dependa tanto de otra como en el matrimonio.
Hay un gozo especial en el corazón de una persona casada cuando el
ser amado está cerca; y aun cuando se separan, existe un lazo singular
entre ellos. Por medio de la relación íntima del matrimonio, sucede
algo que incluso puede apreciarse en los rostros de la pareja. Según dice
Friedrich von Gagern,«A menudo es sólo por medio de su esposa que
el esposo llega a ser un verdadero hombre; y es por medio de su esposo
que la mujer alcanza su verdadera feminidad».

En un matrimonio verdadero, cada cónyuge busca la satisfacción del
otro. Por la complementación mutua se realza la unión entre marido y
mujer. En el amor del uno hacia el otro, a través de la fidelidad del uno
con el otro, y en su fecundidad, el marido y la mujer reflejan la imagen
de Dios de manera misteriosa y maravillosa.

Dentro del lazo singular del matrimonio, descubrimos el significado
más profundo de ser una sola carne. Obviamente, ser una sola carne significa serlo física y sexualmente, pero ¡es mucho más que eso! Es un símbolo
de dos personas unidas y fusionadas en corazón, cuerpo y alma,
mediante una entrega mutua y una unión perfecta.

Cuando dos personas se vuelven una sola carne, en realidad ya no
son dos, sino una. Su unión es el fruto de algo más que el compañerismo
o la cooperación; es la intimidad más profunda. Según escribe Friedrich
Nietzsche, esta intimidad se logra mediante «la determinación de
dos personas de crear una unidad que resulte ser mayor que aquellos
que la han creado. Es una reverencia del uno para el otro y para el cumplimiento
de tal determinación».

Sólo en el contexto de esta reverencia y unidad, logra el matrimonio
satisfacer las demandas de la conciencia sexual. A través de la decisión
de tener hijos, de ser fructíferos y multiplicarse, y a través del vínculo
que refleja la unidad de Dios con su creación y su pueblo, el matrimonio
da forma visible al amor desbordante de Dios.

domingo, 17 de enero de 2010

Capitulo 2 (segunda parte)

domingo, 17 de enero de 2010 0
Cada persona puede ser un instrumento del amor de Dios

En la historia de la creación de Adán y Eva, está claro que el hombre y la mujer fueron creados para ayudarse, para apoyarse, para complementarse mutuamente. ¡Qué gozo debe haber sentido Dios cuando le trajo la mujer al hombre y el hombre a la mujer! Ya que todos fuimos creados a la imagen de Dios, a su semejanza, todos debemos encontrarnos unos a otros en un contexto de gozo y amor, seamos casados o no.

Al traerle Eva a Adán, Dios les muestra a todos los humanos su verdadero llamado –el de ser servidores que revelan su amor al mundo. Y al traernos a su Hijo, Jesús, Él nos muestra que nunca nos dejará solos ni sin ayuda. Jesús mismo dijo: «No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros.» Él nos promete que «el que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y me manifestaré a él» (S. Juan 14.18-21).

¿Quién podrá entender la profundidad de esas palabras y la esperanza que traen a nuestro mundo atribulado? El que se siente más solo, más decepcionado y desilusionado, aun si no puede encontrar ninguna amistad humana, puede estar seguro que nunca estará solo. Al encontrarse desilusionado, puede sentir que Dios lo ha abandonado, pero en realidad es él quien ha abandonado a Dios.
Dios unió a Adán y a Eva para sanar su soledad y librarlos de su egoísmo. El Señor tiene el mismo plan para todos los hombres y todas las mujeres que une en el matrimonio. Sin embargo el matrimonio en sí no puede traer la sanidad. A menos que permanezcamos en Cristo, no daremos fruto. Cuando amamos a aquel que es nuestro único apoyo, nuestra esperanza y nuestra vida, podemos sentirnos seguros en el conocimiento y el amor de unos a otros. Sin embargo, si nos aislamos internamente de Cristo, nada saldrá bien. Nuestro Señor por sí sólo conserva todas las cosas intactas y nos da acceso a Dios y a los demás (cf. Colosenses 1.17-20).

Dios es la fuente y el objeto del amor verdadero

El matrimonio no es la meta más alta de la vida. La imagen de Dios se refleja de la manera más brillante cuando está el amor primero hacia Él y luego hacia nuestros hermanos y hermanas. En un verdadero matrimonio cristiano, entonces, el esposo guiará a su esposa y a sus hijos no hacia sí mismo, sino hacia Dios. De la misma manera, una esposa apoyará a su esposo como compañero, y juntos guiarán a sus hijos a honrarlos como padre y madre y a amar a Dios como su creador.

El ser un servidor de otra persona en nombre de Dios no es una simple obligación, sino un regalo. ¡Qué diferentes serían nuestras relaciones personales si volviéramos a descubrir esto! Vivimos en una época en que el temor y la desconfianza nos invaden dondequiera que vayamos. ¿En dónde está el amor, el amor que edifica la comunidad y la Iglesia?

Hay dos clases de amor. Uno se enfoca sin egoísmo hacia los demás y al bienestar de ellos. El otro es posesivo y se limita al ego. San Agustín escribió una vez: «El amor es el ‘yo’ del alma, la mano del alma. Cuando contiene una cosa, no puede contener otra cosa. Para poder recibir algo, antes hay que soltar lo que uno tenía.»5 El amor de Dios no desea nada. Se da y se sacrifica a sí mismo, porque éste es su gozo.

El amor siempre tiene sus raíces en Dios. ¡Dios permita que el poder de su amor nos cautive de nuevo! Nos conducirá a otros seres para compartir nuestra vida con ellos. Más todavía, nos llevará al reino divino. El amor es el secreto del reino venidero de Dios.

sábado, 2 de enero de 2010

Capitulo 2

sábado, 2 de enero de 2010 0
No es bueno que el hombre esté solo

Y dijo Yahveh Dios: No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle
una ayuda adecuada…Entonces Jehová Dios hizo caer un profundo sueño
sobre el hombre, el cual se durmió y le quitó una de las costillas, rellenando
el vacío con carne. Y de la costilla que Yahveh Dios tomó del hombre,
formó una mujer, y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: Esta
vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada
mujer, porque del varón ha sido tomada.

Génesis 2.18, 21-23

Hay pocas cosas en la vida de una persona que sontan difíciles de soportar como lo es la soledad. Los presos que están en incomunicación penal han contado que han sentido gran alegría hasta al ver una araña; cuando menos es algo vivo. Dios nos creó como seres sociales.

Sin embargo es alarmante ver que nuestro mundo moderno va en contra de todo lo que es el sentido de comunidad. En muchas facetas de la vida, el progreso tecnológico ha resultado en el desmoronamiento de la comunidad. Las máquinas han logrado que las personas cada vez más parezcan innecesarias.
Mientras las personas mayores son relegadas a las comunidades de ancianos jubilados u hogares donde las cuidan otras personas, mientras los obreros de fábricas son reemplazados por computadoras, mientras hombres y mujeres jóvenes buscan año tras año un trabajo significativo, caen todos en la angustia, pierden toda esperanza. Algunos dependen de la ayuda de terapeutas y psicólogos, y otros buscan el escape mediante el alcoholismo, las drogas y el suicidio. Separados de Dios y de los demás, la vida de miles de personas se caracteriza por una desesperación silenciosa.

Dios nos creó para vivir con y para los demás
Dios ha sembrado dentro de cada uno de nosotros un anhelo instintivo de lograr una semejanza más parecida a Él, un anhelo que nos impulsa hacia el amor, la comunidad y la unidad. En su última oración, Jesús
subraya la importancia de este anhelo: «Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste» (S. Juan 17.21).
El vivir aislado de los demás destruye esta unidad y conduce a la
desesperación. Thomas Merton escribe:

La desesperación es el colmo absoluto del amor propio. Se produce cuando un hombre deliberadamente le da la espalda a cualquier ayuda de los demás, para poder saborear el lujo podrido de saber que él mismo está perdido…
La desesperación es el desarrollo máximo de una soberbia tan grande y tan terca que escoge la miseria absoluta de la condenación en vez de aceptar la felicidad de la mano de Dios, y así reconocer que Él es mayor que nosotros y que no somos capaces de realizar nuestros destinos por nuestras propias fuerzas.
Sin embargo, un hombre que es verdaderamente humilde no se puede desesperar, porque en un hombre humilde ya no existe la autocompasión.


Vemos aquí que la soberbia es una maldición que conduce a la muerte.
La humildad, sin embargo, conduce al amor. El amor es el mayor regalo que se le ha dado a la humanidad; es nuestro llamado verdadero. Es el «sí» a la vida, el «sí» a la vida en comunidad. Sólo el amor satisface el anhelo de nuestro ser más profundo.
Nadie puede vivir de verdad sin el amor; es la voluntad de Dios que todas las personas traten con caridad a todas las demás. Todas las personas son llamadas a amar y ayudar a los que las rodean en nombre de Dios
(cf. Génesis 4.8-10).

Dios quiere que vivamos en comunidad unos con otros y que nos ayudemos mutuamente con amor. Y no cabe duda de que, cuando hacemos contacto con el corazón más profundo de nuestro hermano o hermana, le podemos ayudar, porque «nuestra» ayuda viene de Dios
mismo. Según dice San Juan: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en la muerte» (1 Juan 3.14). Nuestras vidas se realizan sólo cuando el amor se enciende, se prueba, y llega a dar fruto.
Jesús nos dice que los dos mandamientos más importantes consisten en amar a Dios con todo nuestro corazón, alma y fuerza, y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Y estos dos mandamientos no se pueden separar: el amor hacia Dios siempre debe significar amor hacia el prójimo. No podemos encontrar una relación con Dios si ignoramos a los demás (cf. 1 Juan 4.19-21). Nuestro camino hacia Dios debe pasar
a través de nuestros hermanos y hermanas y, en el matrimonio, a través de nuestro cónyuge.
Si estamos llenos del amor de Dios, nunca podemos sentirnos solos ni aislados por mucho tiempo; siempre encontraremos a quién amar.
Dios y nuestro prójimo siempre estarán cerca de nosotros. Todo lo que tenemos que hacer es buscarlos. Cuando sufrimos a causa de la soledad, a menudo se debe simplemente a que deseamos ser amados en vez de amar nosotros. La verdadera felicidad resulta de dar amor a otros. Necesitamos construir, una y otra vez, la comunidad de amor con nuestro prójimo, y en esta búsqueda, todos debemos convertirnos en un servidor, un hermano o una hermana. Vamos a pedirle a Dios que desahogue nuestros corazones sofocados para poder dar este amor, sabiendo que lo encontramos sólo en la humildad de la cruz.
 
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