Cada persona puede ser un instrumento del amor de Dios
En la historia de la creación de Adán y Eva, está claro que el hombre y la mujer fueron creados para ayudarse, para apoyarse, para complementarse mutuamente. ¡Qué gozo debe haber sentido Dios cuando le trajo la mujer al hombre y el hombre a la mujer! Ya que todos fuimos creados a la imagen de Dios, a su semejanza, todos debemos encontrarnos unos a otros en un contexto de gozo y amor, seamos casados o no.
Al traerle Eva a Adán, Dios les muestra a todos los humanos su verdadero llamado –el de ser servidores que revelan su amor al mundo. Y al traernos a su Hijo, Jesús, Él nos muestra que nunca nos dejará solos ni sin ayuda. Jesús mismo dijo: «No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros.» Él nos promete que «el que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y me manifestaré a él» (S. Juan 14.18-21).
¿Quién podrá entender la profundidad de esas palabras y la esperanza que traen a nuestro mundo atribulado? El que se siente más solo, más decepcionado y desilusionado, aun si no puede encontrar ninguna amistad humana, puede estar seguro que nunca estará solo. Al encontrarse desilusionado, puede sentir que Dios lo ha abandonado, pero en realidad es él quien ha abandonado a Dios.
Dios unió a Adán y a Eva para sanar su soledad y librarlos de su egoísmo. El Señor tiene el mismo plan para todos los hombres y todas las mujeres que une en el matrimonio. Sin embargo el matrimonio en sí no puede traer la sanidad. A menos que permanezcamos en Cristo, no daremos fruto. Cuando amamos a aquel que es nuestro único apoyo, nuestra esperanza y nuestra vida, podemos sentirnos seguros en el conocimiento y el amor de unos a otros. Sin embargo, si nos aislamos internamente de Cristo, nada saldrá bien. Nuestro Señor por sí sólo conserva todas las cosas intactas y nos da acceso a Dios y a los demás (cf. Colosenses 1.17-20).
Dios es la fuente y el objeto del amor verdadero
El matrimonio no es la meta más alta de la vida. La imagen de Dios se refleja de la manera más brillante cuando está el amor primero hacia Él y luego hacia nuestros hermanos y hermanas. En un verdadero matrimonio cristiano, entonces, el esposo guiará a su esposa y a sus hijos no hacia sí mismo, sino hacia Dios. De la misma manera, una esposa apoyará a su esposo como compañero, y juntos guiarán a sus hijos a honrarlos como padre y madre y a amar a Dios como su creador.
El ser un servidor de otra persona en nombre de Dios no es una simple obligación, sino un regalo. ¡Qué diferentes serían nuestras relaciones personales si volviéramos a descubrir esto! Vivimos en una época en que el temor y la desconfianza nos invaden dondequiera que vayamos. ¿En dónde está el amor, el amor que edifica la comunidad y la Iglesia?
Hay dos clases de amor. Uno se enfoca sin egoísmo hacia los demás y al bienestar de ellos. El otro es posesivo y se limita al ego. San Agustín escribió una vez: «El amor es el ‘yo’ del alma, la mano del alma. Cuando contiene una cosa, no puede contener otra cosa. Para poder recibir algo, antes hay que soltar lo que uno tenía.»5 El amor de Dios no desea nada. Se da y se sacrifica a sí mismo, porque éste es su gozo.
El amor siempre tiene sus raíces en Dios. ¡Dios permita que el poder de su amor nos cautive de nuevo! Nos conducirá a otros seres para compartir nuestra vida con ellos. Más todavía, nos llevará al reino divino. El amor es el secreto del reino venidero de Dios.
domingo, 17 de enero de 2010
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