sábado, 2 de enero de 2010

Capitulo 2

sábado, 2 de enero de 2010
No es bueno que el hombre esté solo

Y dijo Yahveh Dios: No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle
una ayuda adecuada…Entonces Jehová Dios hizo caer un profundo sueño
sobre el hombre, el cual se durmió y le quitó una de las costillas, rellenando
el vacío con carne. Y de la costilla que Yahveh Dios tomó del hombre,
formó una mujer, y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: Esta
vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada
mujer, porque del varón ha sido tomada.

Génesis 2.18, 21-23

Hay pocas cosas en la vida de una persona que sontan difíciles de soportar como lo es la soledad. Los presos que están en incomunicación penal han contado que han sentido gran alegría hasta al ver una araña; cuando menos es algo vivo. Dios nos creó como seres sociales.

Sin embargo es alarmante ver que nuestro mundo moderno va en contra de todo lo que es el sentido de comunidad. En muchas facetas de la vida, el progreso tecnológico ha resultado en el desmoronamiento de la comunidad. Las máquinas han logrado que las personas cada vez más parezcan innecesarias.
Mientras las personas mayores son relegadas a las comunidades de ancianos jubilados u hogares donde las cuidan otras personas, mientras los obreros de fábricas son reemplazados por computadoras, mientras hombres y mujeres jóvenes buscan año tras año un trabajo significativo, caen todos en la angustia, pierden toda esperanza. Algunos dependen de la ayuda de terapeutas y psicólogos, y otros buscan el escape mediante el alcoholismo, las drogas y el suicidio. Separados de Dios y de los demás, la vida de miles de personas se caracteriza por una desesperación silenciosa.

Dios nos creó para vivir con y para los demás
Dios ha sembrado dentro de cada uno de nosotros un anhelo instintivo de lograr una semejanza más parecida a Él, un anhelo que nos impulsa hacia el amor, la comunidad y la unidad. En su última oración, Jesús
subraya la importancia de este anhelo: «Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste» (S. Juan 17.21).
El vivir aislado de los demás destruye esta unidad y conduce a la
desesperación. Thomas Merton escribe:

La desesperación es el colmo absoluto del amor propio. Se produce cuando un hombre deliberadamente le da la espalda a cualquier ayuda de los demás, para poder saborear el lujo podrido de saber que él mismo está perdido…
La desesperación es el desarrollo máximo de una soberbia tan grande y tan terca que escoge la miseria absoluta de la condenación en vez de aceptar la felicidad de la mano de Dios, y así reconocer que Él es mayor que nosotros y que no somos capaces de realizar nuestros destinos por nuestras propias fuerzas.
Sin embargo, un hombre que es verdaderamente humilde no se puede desesperar, porque en un hombre humilde ya no existe la autocompasión.


Vemos aquí que la soberbia es una maldición que conduce a la muerte.
La humildad, sin embargo, conduce al amor. El amor es el mayor regalo que se le ha dado a la humanidad; es nuestro llamado verdadero. Es el «sí» a la vida, el «sí» a la vida en comunidad. Sólo el amor satisface el anhelo de nuestro ser más profundo.
Nadie puede vivir de verdad sin el amor; es la voluntad de Dios que todas las personas traten con caridad a todas las demás. Todas las personas son llamadas a amar y ayudar a los que las rodean en nombre de Dios
(cf. Génesis 4.8-10).

Dios quiere que vivamos en comunidad unos con otros y que nos ayudemos mutuamente con amor. Y no cabe duda de que, cuando hacemos contacto con el corazón más profundo de nuestro hermano o hermana, le podemos ayudar, porque «nuestra» ayuda viene de Dios
mismo. Según dice San Juan: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en la muerte» (1 Juan 3.14). Nuestras vidas se realizan sólo cuando el amor se enciende, se prueba, y llega a dar fruto.
Jesús nos dice que los dos mandamientos más importantes consisten en amar a Dios con todo nuestro corazón, alma y fuerza, y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Y estos dos mandamientos no se pueden separar: el amor hacia Dios siempre debe significar amor hacia el prójimo. No podemos encontrar una relación con Dios si ignoramos a los demás (cf. 1 Juan 4.19-21). Nuestro camino hacia Dios debe pasar
a través de nuestros hermanos y hermanas y, en el matrimonio, a través de nuestro cónyuge.
Si estamos llenos del amor de Dios, nunca podemos sentirnos solos ni aislados por mucho tiempo; siempre encontraremos a quién amar.
Dios y nuestro prójimo siempre estarán cerca de nosotros. Todo lo que tenemos que hacer es buscarlos. Cuando sufrimos a causa de la soledad, a menudo se debe simplemente a que deseamos ser amados en vez de amar nosotros. La verdadera felicidad resulta de dar amor a otros. Necesitamos construir, una y otra vez, la comunidad de amor con nuestro prójimo, y en esta búsqueda, todos debemos convertirnos en un servidor, un hermano o una hermana. Vamos a pedirle a Dios que desahogue nuestros corazones sofocados para poder dar este amor, sabiendo que lo encontramos sólo en la humildad de la cruz.

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